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La montaña, el frío y el viento juegan en contra de Barquero. Está a punto de rendirse, parece que todo se confabula para impedir su llegada a la cumbre. El fracaso no está en sus planes. No va a tirar la toalla. Está a escasos metros, el viento le paraliza, su cuerpo se bloquea, pero su mente y su pasión le ponen alas y avanza un poco más, un metro más.
¿Lo conseguirá?
Como todo en la vida, ascender una montaña de más de 7.000 metros en el Himalaya puede ser una cosa u otra en función de las circunstancias. El día de cima la previsión del tiempo anunciaba cielos despejados hasta las doce de la mañana, y en ese punto acertó. Una noche rasa y con la luna en cuarto creciente iluminando la silueta del Himlung. Lo que no estaba previsto era el viento que comenzó de madrugada y fue arreciando hasta hacerse salvaje en la parte final de la escalada.
Tumbado en la pared cimera del Himlung, levanté el cuello y vi el final. No eran más de 200 metros hasta la cumbre, pero el viento fronto-lateral era tan fuerte que me di cuenta que no lo iba a conseguir. Tan cerca, tan lejos… no podía seguir. Notaba la mejilla y el ojo derecho ardiendo por el frío, y de pronto me entraron ganas de llorar. En segundos pasó por mi cabeza todo el esfuerzo realizado durante meses para llegar hasta allí, y las personas que más me apoyaron para conseguirlo. Comencé a maldecir y a golpear con mi frente la pared de nieve helada.
Me rendí. Cerré los ojos y giré la cabeza hacia la izquierda, el lado donde no me destrozaba el huracán. Y entonces ocurrió. Abrí los ojos… y amaneció. Al norte, la inmensa llanura tibetana apareció ante mi iluminada, y todas las cimas de la cadena oeste del Manaslu comenzaron a incendiarse con los primeros rayos del día. El azul mortecino del alba se rendía, y el sol empujaba las sombras hacia el fondo del valle. Un espectáculo grandioso, una belleza inexplicable solo para mi ojos y los del sherpa que me acompañaba. El Himlung apretaba, pero no ahogaba, y me recordaba una de las razones por las que estaba allí: ser testigo de una naturaleza descomunal.
Liberé el piolet y lo clavé un metro más arriba, y luego otro, y otro más. Así hasta arriba. Casi tres horas para ascender los últimos doscientos metros. La cima del Himlung es una pequeña cornisa de nieve a la que se accede por una brecha angosta, tras superar un tramo final casi vertical. Supongo que un alpinista elegante se incorporaría tras el último paso para levantar los brazos al cielo. En mi caso me dejé deslizar para quedarme tumbado boca abajo. Recuerdo un grito largo y bronco que salió de mis entrañas, y mi puño derecho golpeando varias veces la nieve. Estábamos a casi 30 bajo cero, con rachas de viento de 60 kilómetros por hora. Esas son, en este caso, las famosas circunstancias de la vida.
Dicen que la fe mueve montañas. No sé si tanto, pero al menos la pasión las acerca y nos ayuda a subirlas. No sabemos cómo, pero lo hacemos. Muchas personas echan la vista atrás y no entienden cómo en un momento de sus vidas pudieron sacar adelante un trabajo de horarios imposibles, y al tiempo educar a sus hijos, cuidar de sus padres ancianos, y encontrar en todo ello ratos de felicidad, por ejemplo. No saben cómo, pero lo hicieron. Son millones las historias de superación personal que se escriben cada día donde sí hay oxígeno. La alta montaña no es más que una expresión de esas vidas, pura, condensada y de un intensidad irracional. En la cima del Himlung di las gracias por encontrar ese último aliento, insospechado, que nos permite doblegar la adversidad cuando todo parece en contra.
José Manuel Barquero
TEMAS: EXPERIENCIAS
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