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El fin del mundo está más cerca de lo que parece. Si no que se lo digan a Barquero que ya empieza a notar los efectos en su cuerpo y su mente al poner tierra de por medio y alejarse de la civilización. Cada vez menos ciudades, menos casas y más paisaje sin carreteras. Cada vez más montañas y menos personas. Y menos niños. En el fin del mundo no hay niños.
Hemos llegado a Phu. No es fácil alcanzar este pueblo rodeado de formaciones rocosas surrealistas. Accedemos esta última jornada caminando a través de una garganta de ocho kilómetros de longitud, un tajo profundo que divide en dos algunas de las montañas más bellas del valle del Manang. Por eso, cuando por fin sales del cañón y observas esta aldea encaramada sobre una ladera vertiginosa piensas que, si existe un lugar en el fin del mundo, debe parecerse a Phu.
En Nepal existen poblaciones estables hasta los 2800 metros de altitud que viven en las condiciones propias de uno de los países más pobres del mundo. Pero en Phu resisten poco más de cien personas a 4100 metros sin tendido eléctrico, ni agua corriente, ni comodidades que recuerden al siglo XX. Desde mi última visita hace cinco años apenas han abierto un pequeño alojamiento para senderistas, y ha aparecido un teléfono fijo para llamar a Katmandú en caso de urgencia. Aquí se detiene el tiempo, congelado por el viento gélido que desciende de los glaciares próximos a la frontera con Tíbet.
Vamos a pasar dos noches aquí, aclimatando nuestros cuerpos a la altura porque hemos ascendido más de 2000 metros en apenas 48 horas. Es el último punto del camino en el podremos dormir en un modesto catre, y no en el suelo de nuestras tiendas de campaña. La vida en Phu se complica al atardecer. Entonces la temperatura se desploma y las horas se hacen eternas en esta región remota y aislada del Transhimalaya. A Phu, por no llegar, no llegan ni las aguas ni la nieves del monzón, detenidas las nubes por la pared descomunal del macizo de los Annapurna.
Así que aprovechamos las escasas horas de sol para descansar en el exterior del lodge donde dormiremos. Se me acerca una niña de unos cuatro años. Es la hija de una pareja de comerciantes locales que acaban de llegar. Con el premiso de sus padres le ofrezco un trozo de chocolatina, y ella me trae una muñeca para jugar. Luego le regalo un lápiz, y ella me trae un osito, y luego otro… Acabo con ella sentada en mi regazo y todos su peluches encima. Pienso con algo de pena que será el último niño que vea en muchos días. Mañana llegaremos al campo base del Himlung. Se acaban los juegos infantiles. Empiezan los de mayores.
Jose Manuel Barquero
TEMAS: EXPERIENCIAS
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